Me desperté con los trinos de los pajaritos, el cantar del gallo, los mugidos del ganado, la sonata de la cascada cantarina y el silencio de la naturaleza en aquel madrigal. El silencio callado y la soledad sonora me embelesaron.
A mi lado dormía mi pequeña hija de apenas un año. Me transporté mirándola en su belleza inocente.
–Papi, me llevas a ver el pavo real –balbuceó–.
–Ya mismo –le contesté–.
Prestó me levante y recorrí con ella el campo en medio de los animales que nos miraban al pasar y nos llenaban de paz.
Sentí el aroma de las frutas que colgaban de los árboles, aprecié el verde de los pastos que daban refugio al ganado y disfruté el horizonte de montañas y llanuras. Un dálmata se nos acercó como queriendo compartir tanta dicha.
–Papi, quiero tete.
–El perrito se lo llevó.
Desde ese día, mi hijita entendió que tenía que comer los frutos del campo y la leche recién ordeñada. Comenzó a valerse por ella misma.
No puedo describir la alegría que sentí al encontrarme en aquel ambiente.
Cuan distinto de los hoteles en que dormía con frecuencia por los constantes viajes que exigía mi trabajo y que diferente de otras vacaciones en las que me había hospedado en elegantes ‘resorts’ en donde me pasaba el tiempo calculando horarios para la comida, las actividades, la programación para los ‘jacuzzis’ para separar cupo en las piscinas y en la playa… para dejarme manejar la diversión.
Ese día comente a mi esposa que era tiempo de cambiar. Desde entonces somos felices en las fincas que con frecuencia alquilamos y en las cuales el tiempo es nuestro.
No se imaginan las jornadas que pasamos en familia en ‘nuestra piscina’ en los alrededores de de la finca, en las caminatas, en los paseos a caballo, en las tertulias en las que a nadie incomodamos…
Me gustan las fincas porque tienen alma, porque son amigas, porque respiran intimidad y paz.
Algún día comparé una. Mientras tanto los amigos nos alquilan las suyas.